Hay tres noches cuya memoria es inmortal:
La noche de la navidad,
La noche de la agonía
Y la noche de la Resurrección.
La primera es noche de júbilo y
de esperanza; la segunda, de amor y de dolor, la tercera de alegría.
***
¡Noche regocijada la de Belén!
¡Los cielos se abren; la
tierra se estremece; los ecos del Universo repiten los cánticos de gloria y de paz!
En medio de la noche, cuando todo calla, el Verbo
Omnipotente de Dios desciende de las regias moradas. “Cuando todas las cosas dormían en
el silencio y la noche iba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente
descendió de las regias moradas”.
¡Oh admirable comercio! ¡Dios se hace hombre para hacernos
dioses, se hace hombre para hacernos dioses, se hace pobre para hacernos ricos,
comparte nuestras penas para darnos su felicidad! Este comercio admirable
constituye el fondo del Cristianismo, es la tesis sublime de la Escritura, es
el drama divino de la Historia, porque es el Misterio de Cristo.
Belén es el
principio; allí aparecen Dios y el hombre
unidos indisolublemente; Belén es el
principio del dolor de Dios que habrá de
consumar en la agonía, el principio de la gloria
del hombre que hallará su
remate en la noche de la Resurrección.
Un niño se
nos ha dado; un hijo nos ha nacido que lleva en sus hombros un imperio, un
imperio formado con todas las glorias del cielo y todos los dolores de la
tierra; su nombre es: Admirable, Dios, Fuerte, Padre del siglo futuro, Príncipe de la Paz.
En torno suyo se agruparán los
hombres y los siglos; de todos los confines del mundo vendrán a Él, trayéndole los simbólicos presentes: el oro, el incienso y la mirra.
La noche de Belén es
noche de alegría, es la aurora que despierta
y regocija a la naturaleza con un beso de luz suavísima y una caricia muy llena de frescura; es el amor que
hace en las almas su entrada deliciosa sin que adivinen las almas, en su prístino candor, ni los tesoros de
amargura ni los abismos de felicidad que lleva ocultos aquel huésped anhelado y misterioso; es el ósculo primero de Dios y el hombre que
con su idílica suavidad encubre la trágica ignominia de la Cruz y la epifanía gloriosa de la Resurrección.
¡Alégrese la tierra y regocíjense
los cielos, porque ha venido el Deseado de los collados eternos! Ya el hombre
podrá ver con sus ojos, escuchar
con sus oídos y palpar con sus manos al
Verbo de la vida. ¡Gloria a Dios en las alturas
y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
***
¡Noche de ternura y de dolor! ¡Noche del Cenáculo y de Getsemaní! ¡Noche postrera que pasó con los suyos Jesús! ¿Quién acertará a conocer tus misterios?
Como las aguas al encontrar un dique se acumulan en masas
formidables y se agitan y rugen y rompiendo toda barrera se precipitan
impetuosas y rápidas en el océano; el amor y el dolor grandiosos,
inenarrables, inmensos que se habían
acumulado en el Corazón de
Cristo desde la noche de Belén,
rompen al fin todos los diques, barren todos los obstáculos y se desbordan esta noche en un océano de ternura y de dolor. Jesús había amado
a los suyos: los había amado
en Belén, en Nazaret, en el
desierto, en el Tabor, en todos los lugares que había recorrido evangelizando la paz, evangelizando el bien;
los había amado iluminándolos con su doctrina, enriqueciéndolos con sus bienes, curando
miserias y enjugando lágrimas;
mas reserva para el fin los frutos más
exquisitos de su ternura. “Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el fin” (Jn 13,1).
Jamás hasta
entonces se había postrado ante sus discípulos para lavarles los pies; jamás les había hablado como entonces les habló, tan claramente, tan confidencialmente, tan tiernamente;
sin duda que en aquella noche inmortal sus ojos miraban con más ternura, sus labios sonreían más dulcemente
y su voz tomaba acentos más
celestiales.
Allí está el sermón de la Cena que conserva todavía después de
veinte siglos el perfume de melancolía y de
amor de una ternísima despedida. En él Cristo abre enteramente su Corazón a sus discípulos; en él se derrama
– como el ungüento de María – la caridad de Cristo en las almas.
Hay allí frases de cielo que hacen
derretir de ternura las entrañas. ¿Qué nombre
les da a los suyos? “Amigos … hijitos” (Jn 15,14-15; 13,33) ¡Y habla
Cristo! ¿De qué les habla? De amor: “permaneced
en mi amor” (Jn 15,9). ¡Qué
palabra! ¡Al escucharla enmudecen los
labios, sólo pueden comentarla el corazón…!
“Un mandamiento nuevo os doy:
que os améis mutuamente como Yo os he
amado” (Jn 15,12). El reino del
amor comienza, el reino que brota del Corazón de
Cristo y se consuma en el seno de Dios que es amor. “No os dejaré huérfanos … ¡volveré!
Porque os he dicho estas cosas, se ha llenado de tristeza vuestro corazón. Pero os digo la verdad: os
conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito;
pero si me voy, os lo enviaré” (Jn
14,18 – Jn 16,6-7). Vendrá el Espíritu,
el amor sustancial de Dios, para consumarnos en la unidad, que es el supremo
anhelo del amor. Aquella hora es la hora de Cristo, la hora del amor. “Sabiendo Jesús que había
llegado su hora.” (Jn 13,1). Aquella es la
hora de Cristo, la hora del dolor. En el Cenáculo se
desbordó el amor, en Getsemaní la amargura.
Cuando se unen dos cosas, comunícanse mutuamente sus propiedades. Dios, que es amor,
felicidad y gloria, comunicó todo
este a la humanidad cuando con ella celebró
desposorios eternos en el seno de María. Y el
hombre, ¿qué le comunicó a
Dios? ¿Qué tenemos por nosotros mismos? Miseria, dolor y pecado. El
Verbo al descender del cielo, recogió esa
herencia maldita del linaje humano. Tomó sobre
sí nuestras miserias, se cargó con la inmensa pesadumbre de
nuestros dolores; y Aquel que no había
conocido pecado, que es la eterna y completa negación del pecado, porque es el Ser infinito, la Santidad
perfectísima, se hizo por nosotros
pecado. “Verdaderamente llevó sobre sí nuestras miserias y se abrazó de nuestros dolores” (Is
52,4). A Aquel que no conoció el
pecado, Dios lo trató, a
causa de nosotros, como si fuera el pecado mismo (II Co 5,21).
Todos los pecados del mundo, todas las abominaciones de la
tierra con su número incalculable, con su
malicia infinita, con sus abismos de ingratitud, acumúlanse en el Corazón de
Cristo y lo oprimen y se desbordan en torrentes de amargura y de sangre en la
noche de Getsemaní. Oíd, oíd: “Mi alma está triste con una tristeza de muerte” (Mt 27,38). Mirad contemplad: “Y se bañó en
sudor, como gotas de sangre que corría hasta
la tierra” (Lc 22,44). Hay en la tierra
dolores que no se consuelan, sino que se admiran; el dolor de Dios ni puede
consolarse ni se acierta a admirarlo; se adora en silencio.
La noche del Cenáculo y
de Getsemaní es noche de dolor y de amor,
es la hora de Cristo, y Cristo quiso hacerla inmensa e inmortal. ¡Cuántas
veces quisiéramos que una hora durará siempre! El amor de Cristo que es
dulce como el cielo y fuerte como la muerte, tomó
aquella hora y la extendió a
todos los lugares y le perpetuó en
todos los siglos.
¡La Eucaristía, misterio de amor y de dolor, es la
cristalización de aquella hora, de la hora
de Cristo…!
“Adoremos, pues, prosternados
a tan grande Sacramento”.
***
¡Alleluia! ¡Cristo ha resucitado! ¡Alleluia! La humanidad perdió en el Calvario su herencia de muerte
y ha recogido, por la humanidad resucitada de Cristo, su herencia de gloria: ¡Alleluia!
Una noche contempló este
misterio, una noche más
luminosa que el día, una noche iluminada por
los esplendores del Rey eterno.
“Esta es la noche en que,
destruimos los vínculos de la muerte, Cristo
vencedor surgió del sepulcro”.
“¡Oh noche verdaderamente
feliz, única que conoció el tiempo y la hora en que Cristo
resucitó de entre los muertos! Noche
de la que fue escrito: “Y la
noche será luminosa como el día. Y brillará la noche para realizar el gozo de mi alma” (Sal 138,11-12). Noche dichosa que
despoja a los Egipcios y enriquece a los Hebreos, noche en la que a lo terreno
se enlazó lo celestial y se unieron
para siempre lo divino y lo humano”.
“¡Oh noche amable más que la alborada,
¡Oh noche que guiaste
¡Oh noche que juntaste,
Amado con amada,
Amada en el Amado transformada.” (San Juan de la Cruz)
¡Oh noche celestial! ¡Noche divina! ¡Noche de gloria! ¡Noche
que miraste brillar el Lucero de la mañana! ¡Noche que hiciste divino al hombre,
como la noche de la agonía había hacho a Dios profundamente humano! ¡Oh noche celestial! ¡Noche divina! ¡Noche de Gloria! Alábenle
los santos, gócente los bienaventurados en
el día luminoso de la eternidad,
de que fuiste principio y aurora. Nosotros ni podemos comprenderte ni
alcanzamos a gustarte; cargados de miseria y de esperanza, peregrinando en la
noche de esta vida, suspiramos por Ti, por el día clarísimo de la patria, y robando a los ángeles el cántico de allá
arriba, repetimos sin comprenderlo el himno glorioso, el que expresa tu
alabanza:
¡Alleluia! ¡Alleluia! ¡Alleluia!
DESAFÍO DE HOY
Contemplar la noche del alma, con las perspectivas de las tres noches de Cristo.
Estudiar, la serie de charlas de Fray Nelson Medina O.P. Invitación a la Filosofía
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