lunes, 20 de marzo de 2017

Día 18 de 40: Al encuentro con Jesús - Tres noches.




Hay tres noches cuya memoria es inmortal:

La noche de la navidad,

La noche de la agonía

Y la noche de la Resurrección.

La primera es noche de júbilo y de esperanza; la segunda, de amor y de dolor, la tercera de alegría.

***

¡Noche regocijada la de Belén!

¡Los cielos se abren; la tierra se estremece; los ecos del Universo repiten los cánticos de gloria y de paz!

En medio de la noche, cuando todo calla, el Verbo Omnipotente de Dios desciende de las regias moradas. Cuando todas las cosas dormían en el silencio y la noche iba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente descendió de las regias moradas.

¡Oh admirable comercio! ¡Dios se hace hombre para hacernos dioses, se hace hombre para hacernos dioses, se hace pobre para hacernos ricos, comparte nuestras penas para darnos su felicidad! Este comercio admirable constituye el fondo del Cristianismo, es la tesis sublime de la Escritura, es el drama divino de la Historia, porque es el Misterio de Cristo.

Belén es el principio; allí aparecen Dios y el hombre unidos indisolublemente; Belén es el principio del dolor de Dios que habrá de consumar en la agonía, el principio de la gloria del hombre que hallará su remate en la noche de la Resurrección.

Un niño se nos ha dado; un hijo nos ha nacido que lleva en sus hombros un imperio, un imperio formado con todas las glorias del cielo y todos los dolores de la tierra; su nombre es: Admirable, Dios, Fuerte, Padre del siglo futuro, Príncipe de la Paz.

En torno suyo se agruparán los hombres y los siglos; de todos los confines del mundo vendrán a Él, trayéndole los simbólicos presentes: el oro, el incienso y la mirra.

La noche de Belén es noche de alegría, es la aurora que despierta y regocija a la naturaleza con un beso de luz suavísima y una caricia muy llena de frescura; es el amor que hace en las almas su entrada deliciosa sin que adivinen las almas, en su prístino candor, ni los tesoros de amargura ni los abismos de felicidad que lleva ocultos aquel huésped anhelado y misterioso; es el ósculo primero de Dios y el hombre que con su idílica suavidad encubre la trágica ignominia de la Cruz y la epifanía gloriosa de la Resurrección.

¡Alégrese la tierra y regocíjense los cielos, porque ha venido el Deseado de los collados eternos! Ya el hombre podrá ver con sus ojos, escuchar con sus oídos y palpar con sus manos al Verbo de la vida. ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!

***

¡Noche de ternura y de dolor! ¡Noche del Cenáculo y de Getsemaní! ¡Noche postrera que pasó con los suyos Jesús! ¿Quién acertará a conocer tus misterios?

Como las aguas al encontrar un dique se acumulan en masas formidables y se agitan y rugen y rompiendo toda barrera se precipitan impetuosas y rápidas en el océano; el amor y el dolor grandiosos, inenarrables, inmensos que se habían acumulado en el Corazón de Cristo desde la noche de Belén, rompen al fin todos los diques, barren todos los obstáculos y se desbordan esta noche en un océano de ternura y de dolor. Jesús había amado a los suyos: los había amado en Belén, en Nazaret, en el desierto, en el Tabor, en todos los lugares que había recorrido evangelizando la paz, evangelizando el bien; los había amado iluminándolos con su doctrina, enriqueciéndolos con sus bienes, curando miserias y enjugando lágrimas; mas reserva para el fin los frutos más exquisitos de su ternura. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13,1).

Jamás hasta entonces se había postrado ante sus discípulos para lavarles los pies; jamás les había hablado como entonces les habló, tan claramente, tan confidencialmente, tan tiernamente; sin duda que en aquella noche inmortal sus ojos miraban con más ternura, sus labios sonreían más dulcemente y su voz tomaba acentos más celestiales.

Allí está el sermón de la Cena que conserva todavía después de veinte siglos el perfume de melancolía y de amor de una ternísima despedida. En él Cristo abre enteramente su Corazón a sus discípulos; en él se derrama como el ungüento de María la caridad de Cristo en las almas. Hay allí frases de cielo que hacen derretir de ternura las entrañas. ¿Qué nombre les da a los suyos? Amigos hijitos (Jn 15,14-15; 13,33) ¡Y habla Cristo! ¿De qué les habla? De amor: permaneced en mi amor (Jn 15,9). ¡Qué palabra! ¡Al escucharla enmudecen los labios, sólo pueden comentarla el corazón!

Un mandamiento nuevo os doy: que os améis mutuamente como Yo os he amado (Jn 15,12). El reino del amor comienza, el reino que brota del Corazón de Cristo y se consuma en el seno de Dios que es amor. No os dejaré huérfanos ¡volveré! Porque os he dicho estas cosas, se ha llenado de tristeza vuestro corazón. Pero os digo la verdad: os conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 14,18 Jn 16,6-7). Vendrá el Espíritu, el amor sustancial de Dios, para consumarnos en la unidad, que es el supremo anhelo del amor. Aquella hora es la hora de Cristo, la hora del amor. Sabiendo Jesús que había llegado su hora. (Jn 13,1). Aquella es la hora de Cristo, la hora del dolor. En el Cenáculo se desbordó el amor, en Getsemaní la amargura.

Cuando se unen dos cosas, comunícanse mutuamente sus propiedades. Dios, que es amor, felicidad y gloria, comunicó todo este a la humanidad cuando con ella celebró desposorios eternos en el seno de María. Y el hombre, ¿qué le comunicó a Dios? ¿Qué tenemos por nosotros mismos? Miseria, dolor y pecado. El Verbo al descender del cielo, recogió esa herencia maldita del linaje humano. Tomó sobre sí nuestras miserias, se cargó con la inmensa pesadumbre de nuestros dolores; y Aquel que no había conocido pecado, que es la eterna y completa negación del pecado, porque es el Ser infinito, la Santidad perfectísima, se hizo por nosotros pecado. Verdaderamente llevó sobre sí nuestras miserias y se abrazó de nuestros dolores (Is 52,4). A Aquel que no conoció el pecado, Dios lo trató, a causa de nosotros, como si fuera el pecado mismo (II Co 5,21).

Todos los pecados del mundo, todas las abominaciones de la tierra con su número incalculable, con su malicia infinita, con sus abismos de ingratitud, acumúlanse en el Corazón de Cristo y lo oprimen y se desbordan en torrentes de amargura y de sangre en la noche de Getsemaní. Oíd, oíd: Mi alma está triste con una tristeza de muerte (Mt 27,38). Mirad contemplad: Y se bañó en sudor, como gotas de sangre que corría hasta la tierra (Lc 22,44). Hay en la tierra dolores que no se consuelan, sino que se admiran; el dolor de Dios ni puede consolarse ni se acierta a admirarlo; se adora en silencio.

La noche del Cenáculo y de Getsemaní es noche de dolor y de amor, es la hora de Cristo, y Cristo quiso hacerla inmensa e inmortal. ¡Cuántas veces quisiéramos que una hora durará siempre! El amor de Cristo que es dulce como el cielo y fuerte como la muerte, tomó aquella hora y la extendió a todos los lugares y le perpetuó en todos los siglos.

¡La Eucaristía, misterio de amor y de dolor, es la cristalización de aquella hora, de la hora de Cristo!

Adoremos, pues, prosternados a tan grande Sacramento.

***

¡Alleluia! ¡Cristo ha resucitado! ¡Alleluia! La humanidad perdió en el Calvario su herencia de muerte y ha recogido, por la humanidad resucitada de Cristo, su herencia de gloria: ¡Alleluia!

Una noche contempló este misterio, una noche más luminosa que el día, una noche iluminada por los esplendores del Rey eterno.

Esta es la noche en que, destruimos los vínculos de la muerte, Cristo vencedor surgió del sepulcro.

“¡Oh noche verdaderamente feliz, única que conoció el tiempo y la hora en que Cristo resucitó de entre los muertos! Noche de la que fue escrito: Y la noche será luminosa como el día. Y brillará la noche para realizar el gozo de mi alma (Sal 138,11-12). Noche dichosa que despoja a los Egipcios y enriquece a los Hebreos, noche en la que a lo terreno se enlazó lo celestial y se unieron para siempre lo divino y lo humano.

“¡Oh noche amable más que la alborada,

¡Oh noche que guiaste

¡Oh noche que juntaste,

Amado con amada,

Amada en el Amado transformada. (San Juan de la Cruz)

¡Oh noche celestial! ¡Noche divina! ¡Noche de gloria! ¡Noche que miraste brillar el Lucero de la mañana! ¡Noche que hiciste divino al hombre, como la noche de la agonía había hacho a Dios profundamente humano! ¡Oh noche celestial! ¡Noche divina! ¡Noche de Gloria! Alábenle los santos, gócente los bienaventurados en el día luminoso de la eternidad, de que fuiste principio y aurora. Nosotros ni podemos comprenderte ni alcanzamos a gustarte; cargados de miseria y de esperanza, peregrinando en la noche de esta vida, suspiramos por Ti, por el día clarísimo de la patria, y robando a los ángeles el cántico de allá arriba, repetimos sin comprenderlo el himno glorioso, el que expresa tu alabanza:

¡Alleluia! ¡Alleluia! ¡Alleluia!



DESAFÍO DE HOY

Contemplar la noche del alma, con las perspectivas de las tres noches de Cristo.

Estudiar, la serie de charlas de Fray Nelson Medina O.P. Invitación a la Filosofía


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